martes, 15 de julio de 2014

AQUEL DÍA EN EL QUE...

 “Sólo has de encontrar tu melodía. Tu obra. Aquellas que te hagan capaz de arrancarle una sonrisa al alma.”- Me dijo hacía años mi profesor de violín.
“Hay música tan sublime que te hace capaz de sentir la separación del alma del cuerpo; una sensación que no se puede explicar.”- Me decía mi padre.
Yo no sabía bien a qué se referían, porque, aunque me mantenía estrechamente ligada a la música catalogada como clásica, debido a mis estudios musicales, todavía a mis casi quince años, no había tenido la oportunidad de conocer aquella melodía que consiguiera causar tal efecto en mí.
Un domingo de invierno hace ya trece primaveras, fui con mi padre a uno de los conciertos que cada domingo por la mañana se ofrecían- y se siguen ofreciendo-, en el Auditorio Nacional. Ese día, mi padre me llevaba con especial ilusión puesto que se iba a interpretar, entre otras obras, el Concierto para violín de Tchaikovsky; un concierto totalmente desconocido para mí.
Al entrar, observé que la sala Sinfónica estaba repleta.
Después de la primera obra del programa, se completó la plantilla orquestal y un muchacho moreno, apenas cuatro años mayor que yo, salió al escenario tranquilo y relajado seguido del director, Francisco de Gálvez. 

 Tras los consabidos aplausos del público, dio comienzo su actuación.
La introducción orquestal del concierto me cautivó desde el comienzo con su discreto diálogo entre cuerdas y maderas que evolucionó hasta adquirir la suficiente tensión como para impulsar al solista al estrellato, otorgándole así voz y voto hasta el final de la obra.
El muchacho moreno comenzó a tocar con una expresividad jamás vista por mis ojos. Se movía elegantemente. Daba la sensación de que tocar no le costaba el más mínimo esfuerzo. Su expresión mientras interpretaba aquellos pasajes tan difíciles y virtuosísticos, se mantenía siempre relajada. Mostraba los ojos cerrados y una sonrisa permanente en sus labios.
Los minutos se sucedían, el virtuosismo se acrecentaba, la música ascendía en dramatismo inundando todo cuanto allí había dispuesto a escuchar. Los ojos del público no se separaban del solista. Los míos tampoco.
El público escuchaba extasiado, de hecho, recuerdo a una señora que escuchaba emocionada pañuelo en mano.
David Garrett en la acutualidad

David Garrett, que así se llamaba el solista, sonreía con una mezcla de emoción y alegría transmitiéndoselo a los oyentes con aquel derroche de virtuosismo y sentimiento, porque la música que tocaba así se lo pedía. Disfrutaba haciendo disfrutar al resto del público.
Con el paso de los años, he descubierto que la música con un fuerte contenido emocional proyecta su propia historia en la imaginación de quien la toca y de quien la escucha. Estoy segura de que David Garrett era capaz de ver la película emocional que la música le estaba ofreciendo al tocar aquello- que yo ya había catalogado de sublime-, y que ésta película emocional se estaba proyectando en su corazón, reflejándose en su cara y en sus manos. Todo el mundo podía percibir aquella película que él nos retransmitía y con ella, todos esos sentimientos, por ello, todo el mundo rió y lloró con el intérprete. Esta es una de las muchas cualidades de la música: aúna sentimientos. No importaba que el instrumentista fuera alemán, como era el caso, chino, ruso o croata porque todos entendíamos el lenguaje de los sentimientos y por extensión, el lenguaje universal de la música. Esto es lo que un buen instrumentista consigue con su interpretación si sabe transmitirlo y el oyente escucharlo.
Por medio de David Garrett, escuchaba como en un eco las palabras de Tchaikovsky  hablando sobre su pensamiento y sentimiento rompiéndose así, la aparentemente inquebrantable barrera del tiempo. 




 Después del éxtasis y la fuerza melódica de aquel primer movimiento ya imposible de olvidar, llegó la quietud del segundo y, a continuación, el desgarrado tercer movimiento con sus reminiscencias al primero.
Al terminar la interpretación unos aplaudíamos con fervor y otros exclamaban vítores. 
Así, por medio de este concierto, que siempre he recordado, tuve mi primera experiencia de gratitud hacia la música, que hoy en día sigue formando parte de mí. Fue una experiencia personal que me ayudó, además de a entender las palabras de mi profesor y las de mi padre, a entender que, cuando la música entra en ti de esa manera tan galante y arrolladora hace en tu vida su morada para siempre.

En mi memoria suelo hacer referencia a ese treinta de enero del año dos mil como: “Aquel día en el que encontré mi melodía, mi obra y mi vida.”


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