“Sólo
has de encontrar tu melodía. Tu obra. Aquellas que te hagan capaz de arrancarle
una sonrisa al alma.”- Me
dijo hacía años mi profesor de violín.
“Hay música
tan sublime que te hace capaz de sentir la separación del alma del cuerpo; una
sensación que no se puede explicar.”- Me decía mi padre.
Yo no sabía bien
a qué se referían, porque, aunque me mantenía estrechamente ligada a la música
catalogada como clásica,
debido a mis estudios musicales, todavía a mis casi quince años, no había
tenido la oportunidad de conocer aquella melodía que consiguiera causar tal
efecto en mí.
Un domingo de
invierno hace ya trece primaveras, fui con mi padre a uno de los conciertos que
cada domingo por la mañana se ofrecían- y se siguen ofreciendo-, en el
Auditorio Nacional. Ese día, mi padre me llevaba con especial ilusión puesto
que se iba a interpretar, entre otras obras, el Concierto para violín de
Tchaikovsky; un concierto totalmente desconocido para mí.
Al entrar, observé que la sala Sinfónica
estaba repleta.
Después de la
primera obra del programa, se completó la plantilla orquestal y un muchacho
moreno, apenas cuatro años mayor que yo, salió al escenario tranquilo y
relajado seguido del director, Francisco de Gálvez.
La introducción
orquestal del concierto me cautivó desde el comienzo con su discreto diálogo
entre cuerdas y maderas que evolucionó hasta adquirir la suficiente tensión
como para impulsar al solista al estrellato, otorgándole así voz y voto hasta
el final de la obra.
El muchacho
moreno comenzó a tocar con una expresividad jamás vista por mis ojos. Se movía
elegantemente. Daba la sensación de que tocar no le costaba el más mínimo
esfuerzo. Su expresión mientras interpretaba aquellos pasajes tan difíciles y
virtuosísticos, se mantenía siempre relajada. Mostraba los ojos cerrados y una
sonrisa permanente en sus labios.
Los minutos se
sucedían, el virtuosismo se acrecentaba, la música ascendía en dramatismo
inundando todo cuanto allí había dispuesto a
escuchar. Los ojos del público no se separaban del solista. Los míos tampoco.
El público
escuchaba extasiado, de hecho, recuerdo a una señora que escuchaba emocionada
pañuelo en mano.
David Garrett,
que así se llamaba el solista, sonreía con una mezcla de emoción y alegría
transmitiéndoselo a los oyentes con aquel derroche de virtuosismo y
sentimiento, porque la música que tocaba así se lo pedía. Disfrutaba haciendo disfrutar
al resto del público.
Con el paso de
los años, he descubierto que la música con un fuerte contenido emocional
proyecta su propia historia en la imaginación de quien la toca y de quien la
escucha. Estoy segura de que David Garrett era capaz de ver la película emocional
que la música le estaba ofreciendo al tocar aquello- que yo ya había catalogado
de sublime-, y que ésta película emocional se estaba proyectando en su corazón,
reflejándose en su cara y en sus manos. Todo el mundo podía percibir aquella
película que él nos retransmitía y con ella, todos esos sentimientos, por ello,
todo el mundo rió y lloró con el intérprete. Esta es una de las muchas
cualidades de la música: aúna sentimientos. No importaba que el instrumentista
fuera alemán, como era el caso, chino, ruso o croata porque todos entendíamos
el lenguaje de los sentimientos y por extensión, el lenguaje universal de la
música. Esto es lo que un buen instrumentista consigue con su interpretación si
sabe transmitirlo y el oyente escucharlo.
Por medio de
David Garrett, escuchaba como en un eco las palabras de Tchaikovsky hablando sobre su pensamiento y
sentimiento rompiéndose así, la aparentemente inquebrantable barrera del
tiempo.
Después
del éxtasis y la fuerza melódica de aquel primer movimiento ya imposible de
olvidar, llegó la quietud del segundo y, a continuación, el desgarrado tercer
movimiento con sus reminiscencias al primero.
Al terminar la
interpretación unos aplaudíamos con fervor y otros exclamaban vítores.
Así, por medio de
este concierto, que siempre he recordado, tuve mi primera experiencia de
gratitud hacia la música, que hoy en día sigue formando parte de mí. Fue una
experiencia personal que me ayudó, además de a entender las palabras de mi
profesor y las de mi padre, a entender que, cuando la música entra en ti de esa
manera tan galante y arrolladora hace en tu vida su morada para siempre.
En mi memoria
suelo hacer referencia a ese treinta de enero del año dos mil como: “Aquel día
en el que encontré mi melodía, mi obra y mi vida.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario